miércoles, 23 de junio de 2010

hijos, ¿propiedad o misión?

hijos, ¿propiedad o misión?
Por Fernando Pascual - fpa@arcol.org



Estamos acostumbrados a hablar de los hijos como si se tratase de algo propio, de una “posesión”. Tenemos un coche, tenemos una casa, tenemos un libro, tenemos un perro y... “tenemos cuatro hijos”.



Gracias a Dios, el coche no va a exigir sus derechos, ni va a gritar que no nos quiere. Si no arranca, lo llevamos al taller. Si después de dos semanas de arreglos no funciona, lo vendemos al chatarrero. En cambio, si el niño “no arranca” en la escuela...



Es cierto que los niños nacen dentro de una familia, por lo que resulta natural que la familia asuma la responsabilidad de esa vida que empieza. Pero el niño tiene un corazón, un alma, y eso no es propiedad de nadie. La filosofía nos enseña que el alma, lo más profundo de cada uno, no puede venir de los padres, sino que viene de Dios. Los padres dan a su hijo el permiso para la vida y asumen la hermosa tarea de ayudarle, pero no pueden dominarlo como al coche o al perro.



Entonces, ¿cuál es la actitud más correcta ante el hijo que hoy “camina” a gatas por el pasillo y que pronto empezará a darse coscorrones en la cabeza? ¿Le dejamos hacer lo que quiera? Este era el sueño de Rousseau con su “creatura”, Emilio. No hace falta ser un gran psicólogo para comprender que el niño ideal de Rousseau llegaría a la juventud sólo por obra de un milagro... La realidad es que los padres están llamados a dar una formación profunda, correcta, clara, a sus hijos.



Primero enseñamos al niño normas de “seguridad”: no asomarse por la ventana, no meterse en la boca objetos peligrosos, no tocar animales extraños. Después, la búsqueda de la salud nos hace pedirle que tenga las manos limpias, que no se llene el estómago con caprichos, que no se rasque las heridas...



Simultáneamente enseñamos al hijo a hablar. Sus ojos cada día brillan de un modo distinto, y pronto su mundo interior, su corazón, se nos abre no sólo con las miradas, las manos y la sonrisa, sino con esas primeras y temblorosas palabras que empieza a decir con la confianza de ser acogido. Los padres que escuchan por vez primera “mamá”, “papá”, sienten muchas veces un vuelco en el corazón. El niño crece, y habla, y habla, y habla... Cuando ya ha aprendido un vocabulario básico, impresiona por su hambre de saber, de comunicar, de decir que nos quiere, o que ha dibujado un avión, o que ha visto una lagartija, o que acaba de encontrar un amigo de su edad...



Alguno podría pensar que la misión de los padres termina aquí, y que el resto le toca a la escuela. Sin embargo, el hijo todavía tiene que aprender detalles de educación que van mucho más allá de las normas de supervivencia o del usar bien las palabras del propio idioma. Dar las gracias, pedir permiso, saludar a un maestro, prestarle un juguete al amigo, hacer los deberes en vez de contemplar lo que pasan por la tele...



La educación moral es uno de los grandes retos de toda la vida familiar. La mayor alegría que pueden sentir unos padres es ver que sus hijos son, realmente, buenos ciudadanos. El dolor de cualquier padre es darse cuenta de que su hijo hace lo que quiere y que empieza a engañar a los maestros, a robar del monedero de mamá, a golpear a los compañeros o hermanos más pequeños, e, incluso, a levantar la voz en casa contra sus mismos padres...



San Agustín se quejaba de que sus educadores le regañaban más por un error de ortografía que por una falta de comportamiento. La queja tiene una triste actualidad en quienes se preocupan más por el 10 de sus hijos en inglés que por la pornografía que vean en internet o por las primeras drogas que puedan tomar con los amigos. Si somos sinceros, es mucho mejor tener un hijo agradecido y bueno, aunque no sepa alta matemática, en vez de tener un hijo ingeniero que ni siquiera es capaz de interesarse por lo que les ocurra a sus padres ancianos...



Los hijos no son propiedad de nadie, ni de la familia, ni de la escuela, ni del Estado. Pero todos, especialmente en casa, estamos llamados a ayudar a los niños y adolescentes a crecer en su vida como buenos ciudadanos y como hombres de bien. Esa es la misión que reciben los padres cuando inicia el embarazo de cada niño. Quienes hemos tenido la dicha de tener unos padres que nos han ayudado a respetar a los demás, a amar a Dios y a vivir de un modo honesto y justo, nunca seremos capaces de darles las gracias como se merecen. Quienes no han tenido esta dicha... pueden, al menos, preguntar cómo se puede enseñar a los hijos a ser, de verdad, buenos, no sólo en la formación científica, sino en los principios éticos más elevados.



Esa es la misión que reciben los esposos cuando su amor culmina en la llegada de un hijo. Cumplirla puede ser difícil, pero la alegría de un hijo bueno no se puede comprar ni con todo el dinero del Banco Mundial..


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    hijos, ¿propiedad o misión?
    Por Fernando Pascual - fpa@arcol.org



    Estamos acostumbrados a hablar de los hijos como si se tratase de algo propio, de una “posesión”. Tenemos un coche, tenemos una casa, tenemos un libro, tenemos un perro y... “tenemos cuatro hijos”.



    Gracias a Dios, el coche no va a exigir sus derechos, ni va a gritar que no nos quiere. Si no arranca, lo llevamos al taller. Si después de dos semanas de arreglos no funciona, lo vendemos al chatarrero. En cambio, si el niño “no arranca” en la escuela...



    Es cierto que los niños nacen dentro de una familia, por lo que resulta natural que la familia asuma la responsabilidad de esa vida que empieza. Pero el niño tiene un corazón, un alma, y eso no es propiedad de nadie. La filosofía nos enseña que el alma, lo más profundo de cada uno, no puede venir de los padres, sino que viene de Dios. Los padres dan a su hijo el permiso para la vida y asumen la hermosa tarea de ayudarle, pero no pueden dominarlo como al coche o al perro.



    Entonces, ¿cuál es la actitud más correcta ante el hijo que hoy “camina” a gatas por el pasillo y que pronto empezará a darse coscorrones en la cabeza? ¿Le dejamos hacer lo que quiera? Este era el sueño de Rousseau con su “creatura”, Emilio. No hace falta ser un gran psicólogo para comprender que el niño ideal de Rousseau llegaría a la juventud sólo por obra de un milagro... La realidad es que los padres están llamados a dar una formación profunda, correcta, clara, a sus hijos.



    Primero enseñamos al niño normas de “seguridad”: no asomarse por la ventana, no meterse en la boca objetos peligrosos, no tocar animales extraños. Después, la búsqueda de la salud nos hace pedirle que tenga las manos limpias, que no se llene el estómago con caprichos, que no se rasque las heridas...



    Simultáneamente enseñamos al hijo a hablar. Sus ojos cada día brillan de un modo distinto, y pronto su mundo interior, su corazón, se nos abre no sólo con las miradas, las manos y la sonrisa, sino con esas primeras y temblorosas palabras que empieza a decir con la confianza de ser acogido. Los padres que escuchan por vez primera “mamá”, “papá”, sienten muchas veces un vuelco en el corazón. El niño crece, y habla, y habla, y habla... Cuando ya ha aprendido un vocabulario básico, impresiona por su hambre de saber, de comunicar, de decir que nos quiere, o que ha dibujado un avión, o que ha visto una lagartija, o que acaba de encontrar un amigo de su edad...



    Alguno podría pensar que la misión de los padres termina aquí, y que el resto le toca a la escuela. Sin embargo, el hijo todavía tiene que aprender detalles de educación que van mucho más allá de las normas de supervivencia o del usar bien las palabras del propio idioma. Dar las gracias, pedir permiso, saludar a un maestro, prestarle un juguete al amigo, hacer los deberes en vez de contemplar lo que pasan por la tele...



    La educación moral es uno de los grandes retos de toda la vida familiar. La mayor alegría que pueden sentir unos padres es ver que sus hijos son, realmente, buenos ciudadanos. El dolor de cualquier padre es darse cuenta de que su hijo hace lo que quiere y que empieza a engañar a los maestros, a robar del monedero de mamá, a golpear a los compañeros o hermanos más pequeños, e, incluso, a levantar la voz en casa contra sus mismos padres...



    San Agustín se quejaba de que sus educadores le regañaban más por un error de ortografía que por una falta de comportamiento. La queja tiene una triste actualidad en quienes se preocupan más por el 10 de sus hijos en inglés que por la pornografía que vean en internet o por las primeras drogas que puedan tomar con los amigos. Si somos sinceros, es mucho mejor tener un hijo agradecido y bueno, aunque no sepa alta matemática, en vez de tener un hijo ingeniero que ni siquiera es capaz de interesarse por lo que les ocurra a sus padres ancianos...



    Los hijos no son propiedad de nadie, ni de la familia, ni de la escuela, ni del Estado. Pero todos, especialmente en casa, estamos llamados a ayudar a los niños y adolescentes a crecer en su vida como buenos ciudadanos y como hombres de bien. Esa es la misión que reciben los padres cuando inicia el embarazo de cada niño. Quienes hemos tenido la dicha de tener unos padres que nos han ayudado a respetar a los demás, a amar a Dios y a vivir de un modo honesto y justo, nunca seremos capaces de darles las gracias como se merecen. Quienes no han tenido esta dicha... pueden, al menos, preguntar cómo se puede enseñar a los hijos a ser, de verdad, buenos, no sólo en la formación científica, sino en los principios éticos más elevados.



    Esa es la misión que reciben los esposos cuando su amor culmina en la llegada de un hijo. Cumplirla puede ser difícil, pero la alegría de un hijo bueno no se puede comprar ni con todo el dinero del Banco Mundial..

    Tips para acercarme a mi hijo adolescente

    Por Felipe de Jesús Rodríguez



    Ayudar a los hijos en sus dificultades es un reto que, muchas veces, se presenta pesado, infructuoso y casi imposible



    El hijo que crece "aparentemente" tiene su vida hecha. La independencia, el "déjenme ser", es su mayor eslogan. Los consejos, regaños e indicaciones le hacen sentir como niño o adolescente y, por eso, los rechaza como jarabes amargos.



    Tiene conciencia de su libertad y, bien o mal, sabe que puede usarla, aunque desconoce su verdadero sentido. Se siente joven y experimenta que puede asir el mundo con un apretón de manos. Este mundo atrapa su sed infinita de felicidad y es lo que le causa las peores jugadas.



    Quizá, un abismo gigantesco interfiere en las relaciones con los hijos. Los problemas y las dificultades que atraviesan en sus vidas personales parecen inasequibles para los padres. Los consejos y la cercanía que éstos quieren brindar, no llegan hasta la orilla de sus hijos con el impacto esperado.



    Unas veces, el puente de comunicación natural y sencilla de los primeros años de la infancia y de la adolescencia, se debilita y es difícil cruzarlo. Otras, tristemente, el gigante invisible de la juventud ya lo ha arrancado con un vigor impulsivo e irreflexivo, destruyendo cualquier esfuerzo de acercamiento a los problemas que tienen.



    ¿Qué hacer?



    La respuesta no es nada sencilla porque los hijos tampoco están en una etapa fácil. A veces el error de los padres es la desesperación, la impaciencia o la forma brusca y autoritaria en el actuar (por ejemplo: correrlos de la casa).



    Un buen medio es la comunicación entre los padres. Entre los dos se podrán ayudar mejor a conocer a sus hijos. También ayuda tratar de "meterse en sus zapatos". Intentar sentir lo que sienten, pensar en las contrariedades que les acechan o que pueden estar pasando (¡están todavía madurando y necesitan comprensión!).



    Una postura rígida, por ejemplo, puede transformarse en una actitud afable, amigable, paternal: Una gota de comprensión atrae más a los hijos que un barril de regaños.



    Otra solución estriba en el arte de escuchar a los hijos, interesarse por ellos; salir de las "burbujas" rutinarias y darles el tiempo y la atención que merecen. Ayuda mucho preguntarles su opinión, pedirles consejo, hacerles ver que su punto de vista cuenta mucho. Aunque todavía no lo sean, necesitan ser tratados como adultos.



    Es mejor dar espacio a su iniciativa personal y a sus propuestas, que "acribillarlos" con órdenes y prohibiciones que pueden resolverse en un acuerdo mutuo y constructivo. Y en esos diálogos, conviene valorar sus decisiones para que se hagan responsables de sus actos.



    Hay momentos que quizá ya se ha intentado mucho y los problemas de los hijos parecen insuperables. Pensemos, por ejemplo, en aquéllos que están sumergidos en la droga o el alcohol. Por desgracia, la solución se escurre de las manos como el agua (¡y eso es lo más duro!).



    Desde la perspectiva humana todo parece imposible. En esos momentos lo mejor es pedir ayuda. Buscar a un perito en la materia, más aún, pedir ayuda al pedagogo más veterano, al experto de lo "imposible": a Dios.



    La oración dirigida a Dios orienta los sufrimientos, preocupaciones, deseos, esfuerzos humanos y sobrehumanos hacia el bien de los hijos. Con ella, se edifica un puente invisible a los ojos humanos, pero no al corazón del que cree; un puente que llega hasta lo más profundo de sus corazones, pues está construido con los ladrillos de la fe y de la esperanza.



    Cuando humanamente se hace lo que está en las propias manos y se deja a los hijos en las manos experimentadas y sabias de Dios, el reto se aligera, el fruto empieza a madurar y lo que parecía imposible se hace real porque para Dios no hay nada imposible